Hace poco comenzaba a finalizar la temporada en que la sociedad dejaría de pensar que llegaría el fin. Las manchas solares volverían a la normalidad pronto, y las personas desearían regresar a sus hábitos de siempre. Pero quedaban algunos cuantos, más emocionados que atemorizados, que deseaban ver el final. Entre ellos se sentían muy orgullosos de ver el día en el que se demostraría que el haber honrado a sus antepasados había servido de algo, era lo único que quedaría en sus memorias, porque a final de cuentas todo lo material se iría a formar parte de una nueva explosión cósmica.
Pero la temporada regresó. Los seres humanos vieron que nada sucedió cuando creían que sucedería, entonces se dedicaron de nuevo a adorar su propio ego. Como siempre lo habían hecho. No había castigo divino, ni divinidad alguna que los asustará; sólo pensaban que cuando sucediera, era porque tenía que suceder. Absurda lección con toda la lógica que caracteriza al ser humano.
Los cambios llegaban poco a poco, el mundo se despedazaba de esa manera. Nadie creía notarlo, nadie quería notarlo. Gea lo notó, pero qué podía hacer con esos pequeños parásitos llamados humanos, tan ocupados en discutir sobre filosofía y diseñar nuevas maneras de dominar a los dioses que no podían comprender y que por cierto también dudaban que existieran. Entonces ante la duda, no había problema con negar su existencia, ya que si aceptaban su existencia no ganaban nada terrenal, al menos ante sus materialistas ojos; y por otro lado si la negaban se hacían artífices de sus propios destinos, supuestamente, pero en realidad lo único que hacían era dar el poder de dioses a otros seres humanos.
En qué época vivían; porqué la filosofía se había vuelto oficio de simples ociosos; porqué la ciencia creía tener respuestas para todo. En qué ilusión vivían los seres humanos. Ni ellos mismos lo pudieron explicar nunca, porque en la mentira de su superioridad se sabían muy inferiores al infinito universo, al que pocos le encontraban una conexión simbiótica con la tierra.